Haruka odiaba cuando el temblor del camión yendo sobre la autopista hace retumbaba su cabeza contra el vidrio. Odiaba todo, incluso la absurda canción que sonaba casi en un susurro en las bocinas del transporte que le había costado el poco dinero que le quedaba. Esa tonta voz de mujer de los años 70s cantando “kamome, kamome”. Se parecía tanto a esa otra tonta canción que recitaba “no te preocupes, sé feliz”. Nadie en realidad lo era. Nadie en realidad lo sería mientras siguieran respirando el mismo aire, viendo las mismas cosas y escuchando las mismas absurdas canciones. No lo podía evitar, se sentía tan apartado de todo lo que conocía y lo que para ella le parecía superfluo que, contra todo pronóstico de sus padres para que reflexionara y regresara sobre sus pasos, decidió huir, largarse tan lejos como pudiera de Hokkaido, esa tierra tan fría y tan aburrida. Cuando la tarde comenzó a caer, podía ver a la lejanía el monte Fuji, imponente gigante que se reía de ella como todas las personas que había conocido antes en sus pocos 19 años, tan pocos como su paciencia, tan poco como sus amigos.Cuando por fin el sol se ocultó detrás del Fuji, las personas fueron descendiendo del camión hasta quedar totalmente vacío. Haruka no sabía dónde meterse. Imaginaba que todas las personas la veían, que sabían lo que harían. Era más que evidente, que pasaría sus últimas noches en la espesura de ese bosque que todos conocían de nombre pero casi nadie en su contenido. Tomando con sus dos manos nerviosas su mochila, caminó rápidamente hacia la entrada del bosque. Suponía que, por la hora del día, las expediciones hacia las espesas orillas del bosque donde la gente podía mantenerse a salvo, terminarían pronto y tendrían que abandonarlo el lugar enseguida. Sin embargo, por algún golpe de azar, encontró la puerta abierta y vacía, sin ningún visitante. Caminó sin dudarlo hacia la entrada, llena de pedazos de hojas secas, vadeando piedras de río que semejaban las orillas de un sendero y atravesando la cerca de lazos hacia los primeros árboles que le daban la bienvenida.No tardó en mirar a lo lejos aquel cartel que advertía sobre la entrada del bosque, perderse en el sería algo fatal. Y aquellas frases superfluas como muchas otras como: “Tu vida es importante y fue otorgada por tus padres. Por favor, piensa en ellos, en tus hermanos, en tus hijos. Busca ayuda y no atravieses solo este bosque”. Por instinto, metió su mano en su bolsillo derecho y sintió el arrugado papel donde, escrito, estaba el número telefónico de su hermano mayor que vivía en Tokio. De pronto, una mano en su espalda la jaló hacia un árbol cercano.
-Vaya, ¿qué tenemos aquí?- Haruka escuchó, pues tenía los ojos cerrados por el miedo. ¿Un guardabosque? ¿Algún visitante que la descubrió? Al abrir los ojos, se encontró con un joven, como ella, vestido de camiseta roja y una gorra negra que le tapaba la vista. ¿No era más evidente así? Después de separarse para mirarlo, comenzó a caminar hacia la espesura, pero fue detenida de nuevo por el joven.
-Tú no deberías estar aquí.
-Tú tampoco deberías.
Ambos, en silencio comenzaron a caminar juntos hacia su destino.
(Continuará…)Esta, que pretende ser una pequeña serie en cuatro partes, mostrará a todos ustedes un pequeño fragmento detrás de la historía de uno de los bosques más oscuros en la historia de Japón: Aokihagara o Jukai (Mar de árboles).